No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos en falta nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin espacio para el recuerdo.
Todo cedía a nuestra espalda,
ahora silencio y luego niebla. ~
Jordi Doce, No estábamos allí,
Editorial Pre-Textos, Colección La Cruz del Sur,
Valencia, 2016, 104 págs.
ISBN: 978-8416453962
Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor.
El autor comenta cómo fue la creación de "Suceso"
En un número de la revista ÍNSULA, Jordi Doce comenta este poema, como él decía: "el motivo que lo originó, las circunstancias que rodearon su escritura, el proceso mismo de creación… Cuestiones que no siempre es fácil resumir en apenas tres o cuatros párrafos, y menos cuando lo biográfico, como es el caso de este poema, tiene tanto peso en la escritura".Cracovia (Polonia) |
«Suceso» es uno de esos raros poemas, al menos en mi caso, que tardaron en fluir y encontrar su forma definitiva. Suelo escribir de un tirón cuando la ocasión se presenta: unas pocas palabras que llegan sin permiso y convocan una escena, una atmósfera, algo como un zarcillo de ritmo que exige cuidados para crecer. Poema o problema: lo primero es resolverlo, sacar el gusanillo que nos come por dentro y hacer que perfore la tierra de la página. Lo demás puede esperar. Pero «Suceso» fue distinto. Escribí los seis primeros versos (hasta «…cuervos impasibles») en marzo de 2005, sugestionado quizá por la lectura de Mark Strand: esos poemas suyos en los que, influido por cierto Ashbery, todo pasa y nada queda, las causas se desatan de los efectos y la ligereza es otro modo de discreción. Supongo que tenía en mente los maizales inmensos de Iowa, los campos de colza que vi años después en Inglaterra, el verde y el amarillo luminosos del verano atlántico. Anoté los versos en mi cuaderno y traté de seguir el hilo, pero no había hilo; imposible dar con él, tal vez porque yo mismo iba entonces hacia otra vida y me esforzaba en comprender qué había ocurrido en la anterior. Como dice Kierkegaard, la vida sólo se entiende mirando hacia atrás pero debe vivirse mirando hacia delante, algo de lo que el poema, no por azar, parece haberse hecho eco en su versión definitiva.
Cuatro años después, en abril de 2009, viajé a Cracovia invitado por el Instituto Cervantes. Abel Murcia, su director, tuvo la buena idea de alojarme en Klezmer-Hois, un hotel del barrio judío que había sido, hasta la llegada de los nazis, una vieja mikve o casa de baños rituales. El olor a especias (clavo, canela) era omnipresente y parecía emanar de los paneles de madera oscura que recubrían pasillos y dormitorios. Desde mi cuarto, una estancia enorme y desatenta que temblaba con el paso de los tranvías, veía la calle Starowislna débilmente iluminada por farolas anaranjadas. Claroscuros de Mitteleuropa. Me parecía estar en el decorado de una película de la guerra fría.
De Cracovia retengo muchas cosas, pero uno de los recuerdos más intensos, por inesperados, es un largo viaje en coche hacia la frontera checa y la visión fascinada del campo centroeuropeo: llanuras onduladas y sembrados de cereal, pueblos recién salidos del invierno y campos de patatas, bosques de robles y tilos. La impresión era de vastedad, de desamparo: un inmenso fondo marino que las aguas de la historia habían hecho y deshecho a su antojo; una mano abierta que iba del Danubio a los Urales y cuyas líneas estaban sembradas de cuerpos, ceniza, huellas de tanques y botas.
Ya en Madrid, aquella visión me dio el hilo que no había renunciado a encontrar: «las llanuras de Europa son testigo». El poema creció sobre el surco abierto por el viaje y propuso una alegoría escueta que era también –ahora sí– un espejo donde verse: una historia de exiliados perpetuos que avanzan a tientas y se niegan a mirar atrás; el relato de una fuga constante que se complace en borrar sus huellas. Como en los poemas de Strand, aquí también la ingravidez debía ser una forma de la elegancia.
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